viernes, 14 de marzo de 2008

Atacando cromosomas para el cumplimiento de cierres

Por Buho

Invariablemente, independiente de situación y contexto, como una confirmación de la existencia del destino, la paja me vence.

Esta semana tenía que escribir mi nota para este fantástico blog* (la segunda por cierto), y como todas las tareas que se me imponen (o me impongo) la dejé para último momento.


Por lo general suele definirse esta actitud como uruguaya, pero no creo que la nacionalidad juegue un papel preponderante en la formación de una característica individual de este tipo.

Más bien pienso que esto de dejar todo para último momento es algo personal, íntimo, ligado a algún asunto que se remite al pasado y me niego a analizar. O que es sencillamente herencia genética.

Le había dicho a la Oveja que escribiría sobre "el condicionamiento, o mejor dicho, la influencia de un simple comentario en el desarrollo de una vida" y sin embargo me encuentro el día lunes a las 12 del mediodía con la hoja en blanco.

Pero como hoy es hoy, y como me dije hace un tiempo que no voy a seguir postergando las cosas que tengo que hacer (cosas realmente importantes como escribir para este blog, grabar un disco que se viene gestando hace más de 10 años, o conseguir una copiadora blanco y negro), acá estoy, escribiendo.

Por eso quiero decirles señores lectores, que a la paja se la puede vencer.
Es sólo cuestión de zambullirse sin pensarlo en búsqueda de la aguja.

* entiéndase por fantástico la definición que hace Louis Pauwels en su libro "El Retorno de los Brujos".

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viernes, 7 de marzo de 2008

Episodios de una perdedora 02. Gusanito

Por Oveja

Esto empezó hace muchos años, 23. Yo tenía 3 y me encantaba ese nene rubio de ojos azules. Era mi compañero de jardín y también hijo de amigos de mis padres. Mis bucles eran irresistibles y la túnica turquesa me favorecía, pero seguramente lo espantaba ese parche de bruja que mi madre había cocido alegremente en mi túnica sin razón alguna.

Desde ese entonces fui lo que suele llamarse un gusano, sin importar la indiferencia de mi enamorado yo lo perseguía y a cada paso le hacía saber mi interés. Con el correr de historias similares en la infancia, la adolescencia y la madurez concluí que ese era otro factor de espanto.

Un día, en la merienda él gozó del vaso rojo. Ese cáliz era algo así como la antorcha olímpica, la medalla al honor o todo aquello de lo que solo hay uno y pocos elegidos lo pueden poseer. La fortuna de tomar váscolet del plástico colorado era un privilegio supremo en aquel jardín de infantes. Una gran educación aprender a los tres años que el vaso rojo no es para todos y probablemente solo lo alcancemos una vez en la vida, siendo tan efímera su posesión como la duración de un Colet chico. Y por supuesto ser el “elegido” nada tenía que ver con el esfuerzo, el rendimiento o la inteligencia, igual que el éxito en la vida era una cuestión de “estrella” o “estrellado. Cuando desde mi mesa descubrí que ese día el vaso rojo era de él, me abalance sin pensarlo con silla y todo a su lado. Por supuesto la maestra me rezongó, no sé si por rastrera o desordenada, y tuve que volver cabizbaja y humillada a mi vaso verde.

El siguiente episodio que recuerdo fue en la piscina. Estábamos aprendiendo a nadar. Todavía no era mi turno y estaba parada en el borde sin flotador. Él, con doble flotador, ya estaba en el agua. Quería nadar con él y sin dudarlo me zambullí. Recuerdo volver a la superficie tomada de los pelos. Otra vez era el centro de las miradas y no por mis bucles o mi maya con volados. Él me miró espantado y yo todavía no nado bien.

Cuando terminamos el jardín, compartíamos algunas tardes de parque o playa. Él me ignoraba y tenía que jugar con su hermana.

Una tarde mi mamá me aviso que saldría con ellos. Me puso el payaso de pana verde, con la blusa a tono. Era “mi conjunto”, ese con el cual seguro ganaba en el desfile de mis amigas. Fuimos a una plaza muy divertida, que por suerte creo no existe más y donde nunca llevaré a mis hijos. Todo venía bien, él me integraba en sus juegos y mi payaso verde y yo lo seguíamos.

El juego más divertido era tomarse de una cuerda y desde la plataforma de madera, balancearse hasta otra plataforma, cruzando un charco de barro Pasó él, su hermana y llegó mi turno. Él esperaba del otro lado. Tomé la cuerda y salté, pero olvidé impulsarme. Caí en medio del barro. Mi enterito payaso quedó marrón y él se reía. Por si fuera poco, arruiné su tarde y terminé con el día de parque.

Unos meses más tarde empezamos el colegio. No estábamos en la misma clase, pero lo veía en el recreo. Parece que no me reconoció de jumper gris y arrastrándome en el arenero. Nunca me saludó.

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lunes, 3 de marzo de 2008

El cariño es una cuestión de peso?

Por Oveja

La mayoría de las parejas se llaman entre sí “gordis”, “gordo”, “gordita” y todas su variantes en femenino o masculino, chico o grande. Se prefiere amar la grasita a los huesos?

Las mujeres podrán delirar con Brad o Beckham, pero les gusta abrazarse a una panza cervecera. Debe ser una reminiscencia de abrazar el osito mullido de la infancia, que de adulto preferimos algo rellenito. Nadie dormía con su Barbie o su muñeco de acción.



Hay una creencia generalizada de que el “gordito” es más tierno, como si con gestos tuviera que compensar sus deficiencias estéticas. Un estudio científico comprobó que la gordura es en muchos casos una enfermedad por falta de cariño. Concluyo entonces, que toda persona sensible y efusiva tiende a ser rechonchito. Según esta teoría, los gorditos no son débiles a la gula, sino unos tiernos no correspondidos.

Cuando una pareja se establece comienza, a excepción de algunos metabolismos esqueléticos, una especia de “engorde del pollo”. Algunas abuelas lo adjudican “al amor”, otros a la rutina y varios al clásico “descanso de cacería”. Estos últimos se descuidan porque ya tienen presa en casa. El razonamiento es válido para hombres, pero las mujeres pecarían de ingenuas si lo acataran.

La mención de las abuelas en una nota vinculada a la comida no es casual. Ellas son personajes siniestros en esto de amar con puchero. Para ellas quien come dos platos es un “amor de chico”. Negarse a repetir los ravioles de una nona, aunque no los haya amasado ella, es una bofetada de desprecio.

La comida y el amor se relacionan y no exactamente por los alimentos afrodisíacos.

Una panza llena es un corazón contento.

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