viernes, 7 de marzo de 2008

Episodios de una perdedora 02. Gusanito

Por Oveja

Esto empezó hace muchos años, 23. Yo tenía 3 y me encantaba ese nene rubio de ojos azules. Era mi compañero de jardín y también hijo de amigos de mis padres. Mis bucles eran irresistibles y la túnica turquesa me favorecía, pero seguramente lo espantaba ese parche de bruja que mi madre había cocido alegremente en mi túnica sin razón alguna.

Desde ese entonces fui lo que suele llamarse un gusano, sin importar la indiferencia de mi enamorado yo lo perseguía y a cada paso le hacía saber mi interés. Con el correr de historias similares en la infancia, la adolescencia y la madurez concluí que ese era otro factor de espanto.

Un día, en la merienda él gozó del vaso rojo. Ese cáliz era algo así como la antorcha olímpica, la medalla al honor o todo aquello de lo que solo hay uno y pocos elegidos lo pueden poseer. La fortuna de tomar váscolet del plástico colorado era un privilegio supremo en aquel jardín de infantes. Una gran educación aprender a los tres años que el vaso rojo no es para todos y probablemente solo lo alcancemos una vez en la vida, siendo tan efímera su posesión como la duración de un Colet chico. Y por supuesto ser el “elegido” nada tenía que ver con el esfuerzo, el rendimiento o la inteligencia, igual que el éxito en la vida era una cuestión de “estrella” o “estrellado. Cuando desde mi mesa descubrí que ese día el vaso rojo era de él, me abalance sin pensarlo con silla y todo a su lado. Por supuesto la maestra me rezongó, no sé si por rastrera o desordenada, y tuve que volver cabizbaja y humillada a mi vaso verde.

El siguiente episodio que recuerdo fue en la piscina. Estábamos aprendiendo a nadar. Todavía no era mi turno y estaba parada en el borde sin flotador. Él, con doble flotador, ya estaba en el agua. Quería nadar con él y sin dudarlo me zambullí. Recuerdo volver a la superficie tomada de los pelos. Otra vez era el centro de las miradas y no por mis bucles o mi maya con volados. Él me miró espantado y yo todavía no nado bien.

Cuando terminamos el jardín, compartíamos algunas tardes de parque o playa. Él me ignoraba y tenía que jugar con su hermana.

Una tarde mi mamá me aviso que saldría con ellos. Me puso el payaso de pana verde, con la blusa a tono. Era “mi conjunto”, ese con el cual seguro ganaba en el desfile de mis amigas. Fuimos a una plaza muy divertida, que por suerte creo no existe más y donde nunca llevaré a mis hijos. Todo venía bien, él me integraba en sus juegos y mi payaso verde y yo lo seguíamos.

El juego más divertido era tomarse de una cuerda y desde la plataforma de madera, balancearse hasta otra plataforma, cruzando un charco de barro Pasó él, su hermana y llegó mi turno. Él esperaba del otro lado. Tomé la cuerda y salté, pero olvidé impulsarme. Caí en medio del barro. Mi enterito payaso quedó marrón y él se reía. Por si fuera poco, arruiné su tarde y terminé con el día de parque.

Unos meses más tarde empezamos el colegio. No estábamos en la misma clase, pero lo veía en el recreo. Parece que no me reconoció de jumper gris y arrastrándome en el arenero. Nunca me saludó.

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